“Me cogió sobre la pared, con los puños así [cerrado], me estuvo dando, todos los puñetazos me los daba en las sienes. Me daba un puñetazo, me dejaba muerta. Me hacía el boca a boca, respiraba, empezaba a respirar otra vez. Cuando respiraba otra vez, me daba otro puñetazo. Así estuvo, yo no sé el tiempo que estuvo así”. Ana Orantes pronunció estas palabras en el plató de televisión de Canal Sur, en el año 97, trece días antes de ser asesinada por su exmarido. Este caso, por su brutalidad y por su publicidad, puede considerarse el auténtico catalizador del cambio social y jurídico de una lucha que, aun tarde, venía gestándose.

La masculinidad hegemónica no aparece, mágicamente, en torno a los años 90, como tampoco lo hace la violencia sistemática ejercida por los hombres sobre las mujeres. A la vista está. No obstante, a nivel internacional, no es hasta la Conferencia Mundial para los Derechos Humanos (Viena, 1993) y la Declaración de las Naciones Unidas sobre la eliminación de la violencia contra la mujer (1993) cuando, finalmente, se aborda de forma explícita la violencia contra las mujeres, considerándola un grave atentado contra los derechos humanos de las mismas y otorgándole la preocupación social y estatal que le corresponde.

Los tímidos intentos de atajar la proliferación de actos de violencia extrema contra las mujeres, que se habían escondido hasta el momento tras el velo de lo privado e íntimo, nacen, desde el principio, desvirtuados. El legislador, y posteriormente la doctrina, ponen el foco en la violencia habitual nacida en el seno de la unidad familiar, introduciendo en 1989 el delito de violencia habitual como un instrumento de protección a los miembros físicamente más débiles del grupo familiar. Así, pese a que la realidad erigía la mujer como potencial y preferente víctima en los actos relacionados con la pareja, el sistema penal optaba por relegarla a un plano secundario, encontrando la justificación de un tipo determinado de violencia en móviles mucho más amplios que afectaban a distintos grupos de individuos, de los que esta solo era considerada una más.

Es en este contexto en el que se respalda el predominio del término violencia doméstica, enfocado en hacer justicia a la violencia familiar y estratégicamente acuñado para sortear la perspectiva de género. Por tanto, lejos de focalizarse en las causas que generan este tipo de violencia, el legislador se centra en las circunstancias en las que suele – ya que no son, ni de lejos, las únicas – manifestarse.

Se saludan, posteriormente, como logros la introducción de medidas cautelares de alejamiento y la prohibición de aproximarse a la víctima o comunicarse con ella, así como la reforma en materia de protección a las víctimas de malos tratos y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal del año 1999. Se anunciaron como un intento de profundizar en la protección jurídica de la víctima a través de una ampliación de la respuesta penal frente a los distintos tipos relacionados con la violencia familiar. Sin embargo, pese a todo, parece que los datos de los años posteriores evidenciaron que estas nuevas medidas, formuladas como una panacea en prevención y protección, no cumplieron las expectativas que habían sido depositadas en ellas.

El avance más significativo en esta historia fue la promulgación de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, en adelante LIVG. En su exposición de motivos se determina que “La violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado. Al contrario, se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad”. Y continúa: “Se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión”.

En este sentido, parece pertinente recordar la definición que las Naciones Unidas atribuyeron a este fenómeno, entendiendo por violencia contra la mujer “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o sociológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada”.

Vemos, por tanto, que existe un consenso, nacional e internacional, en cuanto a la causa principal sobre la que se asienta este tipo específico de violencia: el hecho de ser mujer. La pretensión principal de la LIVG es ofrecer un catálogo amplio y equilibrado de medidas que abarquen “tanto los aspectos preventivos, educativos, sociales, asistenciales y de atención posterior a las víctimas, como la normativa civil que incide en el ámbito familiar o de convivencia donde principalmente se producen las agresiones”. Aspira a superar una única naturaleza penal de las medidas propuestas, para adentrarse en el problema desde distintas perspectivas.

No obstante, pese a que podemos considerar que, tanto el medio familiar, como la pareja, son espacios propicios a albergar el ejercicio de las relaciones de dominio propias de este tipo de violencia, considerándose acertadamente situaciones de riesgo dada la naturaleza y complejidad de las relaciones afectivas y sexuales y el carácter privado e intenso de las mismas, no podemos circunscribir la vulnerabilidad de la mujer en estas situaciones únicamente a su posición jurídica dentro de la familia. La causa última de la violencia de género no se encuentra en este tipo de tejidos, sino que se erige en la discriminación estructural que estas han venido sufriendo como consecuencia de la distribución de los roles sociales asentados en la masculinidad hegemónica.

Es precisamente esto lo que nos lleva a concluir que el objeto de la LIVG se presenta insuficiente para atacar la estructura del problema. Determina su artículo primero que “La presente Ley tiene por objeto actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre estas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia”. Se acota, de esta forma, a la violencia conyugal – o en relaciones de similar afectividad –, abandonando otras formas de expresión de la violencia de género que trascienden a la pareja – como son el abuso o agresión sexual de las niñas en el hogar, los realizados por extraños o el acoso y la intimidación sexual en el trabajo, entre otros – y son fruto del mismo sistema estructural de dominación patriarcal.

No obstante, no es el hecho de centrar los esfuerzos únicamente en una manifestación concreta de la violencia de género el único defecto que esta Ley adolece. No era difícil esperar que la protección selectiva a la mujer tuviera una acogida poco pacífica. Las fuerzas más conservadoras de nuestro país pusieron su mejor empeño en desnaturalizar la primera propuesta legislativa, forzando, a través de una enmienda, la ampliación del régimen cualificado de tutela a “otras víctimas especialmente vulnerables” que conviviesen con el agresor, en aras de dar cabida a otros miembros dependientes de la unidad familiar.

Se consigue con ello, pese a lo que comúnmente se afirma cuando este debate se abre paso, enmascarar la violencia de género bajo una amplia referencia que se termina asemejando a la violencia doméstica, ya que se otorga una protección penal a víctimas de malos tratos poco sexuada, incluyendo en la misma a menores, incapacitados o ancianos, sin tener en cuenta su condición sexual. Y no es que considere, personalmente, que este grupo de víctimas no sean merecedoras de protección penal – que no se me malinterprete –, pero entiendo que el cauce más adecuado para darle cabida a la misma no es una Ley cuyo objeto es combatir y erradicar la violencia de género.

Entendería que se recogieran específicamente, dentro del objeto de esta Ley, los abusos o agresiones sexuales de las niñas en el hogar, ya que, como apuntaba anteriormente, se constituyen como una clara manifestación de la violencia de género que no parece contemplar la misma relevancia. No entiendo, sin embargo, que deba introducirse el concepto, indudablemente amplio, de “víctimas especialmente vulnerables”, ya que, pese a que no cabe duda de que son víctimas colaterales de la coyuntura originada en el seno familiar, las razones de su victimización no encuentran su fundamento principal en la discriminación estructural sustentada en la masculinidad hegemónica, sino que son consecuencia de una situación generada bajo la misma – la violencia que sufre la mujer concreta y que, por ende, les influye –.

Aún con todo y pese a que existen cuestiones mejorables, como ya señalábamos, la LIVG supone un avance significativo en esta materia y parece el inicio de una nueva era encaminada a combatir, desde las Instituciones, el problema de la violencia de género. Ahora bien, con la polarización a la que estamos asistiendo recientemente en España, parece evidente que aún encontramos, desde determinados sectores, dificultades para aceptar que la violencia de género es una realidad, pese a la amplia literatura que se encuentra a su respecto. Me cuesta comprender el acuciante debate que se genera en torno a su existencia y el afán que ostentan determinadas personalidades en negar una estructura que viene perpetuándose antaño, en lugar de invertir semejante esfuerzo en erradicarla.

Por si la cuestión no fuera ya particularmente sensible, se trae a colación una nueva discusión que tiene su razón de ser en la reforma de la regulación de los delitos contra la libertad sexual propuesta por el actual Gobierno. La posible rebaja de las penas, la configuración legal del consentimiento sexual de la mujer o la desaparición de determinados matices legales entre abuso o agresión son los nuevos ejes de la polémica actual. No parece pertinente, entrar aún, en su concreto análisis. Solo me queda depositar la confianza en que nuestro legislador penal, cuidando los detalles, será capaz de conformar un marco legal para la delincuencia sexual que se ajuste a las necesidades de la sociedad y que contribuya a encauzar los diferentes desaciertos de la LIVG que desde 2004 se vienen señalando.

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SOBRE LA AUTORA

Marta Rodríguez Navarro es estudiante de 3º de Derecho y Criminología en la Universidad Rey Juan Carlos y Presidenta de IURIS URJC. Además, es Delegada de la Titulación de Criminología y representó a la URJC en la XIX edición del CONEDE.

Sus principales intereses se centran en el Derecho Penal y aspira a poder dedicarse a la Abogacía.

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