No todo es Covid-19. Cuando escribo estas líneas el coronavirus contagia todos los aspectos de mi vida, pero me resisto a que sea así. Desde mi confinamiento, he pasado por varias etapas. La incredulidad del principio se convirtió al poco en temor y en esperanza de que esta pesadilla pasara cuanto antes. Sin embargo, enseguida vino la tristeza y la pena por los que se han ido. En el trascurso de los cuarenta días de encierro que llevo, poco a poco he ido notando que, además, me asolaban otros sentimientos: preocupación por el futuro, impotencia y un tremendo malestar ante la desidia y la incompetencia de nuestros gobernantes. Y ello me ha conducido a plantearme que esta desidia e incompetencia no es privativa de la situación de pandemia global que estamos protagonizando, sino que afecta a muchos de los problemas, conflictos y situaciones que, como sociedad, nos afectan a todos y que requieren de análisis exhaustivos y soluciones prácticas y que nada tienen que ver con el coronavirus. Desde nuestro hogares parece como si el mundo se hubiera congelado y con él lo que hasta anteayer nos preocupaba. Yo -que nunca presté atención a Melrose Place y no lo voy a hacer ahora, en versión española- prefiero aprovechar la desescalada para volver a esa realidad de nuestros días de la que poco se habla.
Lucía y Rafael, un matrimonio octogenario que no ha muerto por el virus en una residencia de ancianos. Fallecieron antes de que nos asolara esta plaga. Unos menores de edad los asesinaron a golpes y navajazos en enero de 2018 en Bilbao. Unos chavales de 14 años que ya habían dado muestras de su personalidad antisocial. Bombas de relojería que, a pesar de las señales, la administración no supo desactivar neutralizando una carrera criminal de la que ya estaba alertada. Parece que pasar por alto las alertas es un comportamiento demasiado habitual ¿verdad? y que la incompetencia de nuestros operadores no se limita a atajar o no una pandemia. Pero más allá de la ineficacia, en este caso, de los encargados de llevar a cabo la prevención primaria del hecho criminal, incidiendo en la etiología de la criminalidad antes de que esta pueda llegar a manifestarse, la pregunta que hoy me hago es: ¿por qué? ¿qué llevó a unos niños a asesinar salvajemente a Lucía y Rafael?
Todos nos preguntamos lo mismo cuando escuchamos que un adolescente o un niño, “en apariencia” indefenso y del que erróneamente asumimos su intrínseca bondad por el hecho de su escasa edad, mata a sangre fría a sus compañeros de instituto, a sus padres o hermanos o, como no hace mucho, a una pareja de ancianos.
Inevitablemente, me vienen a la cabeza otros “angelitos” como Brenda Spencer, que cuando, a sus 16 años, le preguntaron por qué había cogido “su” rifle para liarse a tiros contra una escuela frente su casa (hirió a varias personas y mató a dos), contestó: “No me gustan los lunes. Lo hice para animarme el día, sólo fue por divertirme”.
Niños o adolescentes como José Rabadán, que también con 16 años asesinó a sus padres y hermana con una catana, o Adan Lanza, que protagonizó la masacre de la Escuela Primaria de Sandy Hook, nos enfrentan a cuestiones cuyas respuestas son duras de asumir por una sociedad que no acepta el mal sin razones. Una sociedad que prefiere ignorar que la maldad existe en igual medida que la bondad y que ni siquiera los niños se libran de ella por el hecho de ser niños (de la misma manera que tampoco se libran las mujeres, pero de ello os hablaré en otro momento, que no me apetece pasarme el confinamiento recibiendo encarnizadas críticas feministas). Pero regresemos al epicentro del problema, ¿por qué un menor de edad, en teoría sin maldad, es capaz de asesinar? Algunos afirman que se debe a que tiene acceso a las armas. Se trata de un análisis simplista porque, en realidad, eso sólo responde a la siguiente pregunta: ¿podía hacerlo? Más allá del yermo debate acerca de la seguridad, de la oportunidad, yo prefiero centrarme en la motivación. En las raíces, en este caso en las raíces del mal. Y lo hago divagando, por ejemplo, acerca ya no de ese niño que fue Adam Lanza -dicen retraído, asocial, ausente, con problemas- sino de esos padres del niño retraído, asocial, ausente, con problemas. De esos y de todos aquellos padres que conocen perfectamente a sus hijos y saben, muy dentro de sí, y muy secretamente, que sus hijos se están convirtiendo en enfermos del alma, enfermos de la emoción. Pero no quieren creerlo, no quieren pensarlo, no quieren decirlo, no quieren calificarlo.
Reconozco que a mí tampoco me gusta hacerlo. ¿Para qué? Hasta el DSM lo evita, suena mal, es un término condenado, criminalizado, a veces ciertamente sin razón pues en muchas ocasiones no se relaciona con delito alguno. Pero algo tendrá el término para que nos produzca tanto horror. Y sí, lo tiene. Es cierto que no todos los que son calificados como tales son asesinos, la mayoría ni siquiera delinque ni entra en contacto con el Derecho penal. Tan solo amargan la vida de cuantos tienen a su alrededor. También es cierto que hay muchas clases de ellos y no todos con la misma sintomatología. Pero el distanciamiento emocional, la incapacidad para sentir empatía, la frialdad afectiva, la manipulación y la mentira son características que están presentes en todo diagnóstico al respecto. Cuando digo llana y sencillamente: “Es una forma de ser”, para evitar la confusión con la enfermedad mental, me llaman simple. Intento explicar las cosas de la manera más sencilla. También suelo decir al respecto algo tan simple como que hay personas capaces de pasar por encima del cadáver de su madre sin sentir ningún tipo de emoción interna. Es fácil de entender y describe al personaje. Sin embargo, siempre hay quien prefiere perderse en palabras y explicaciones rimbombantes y peliculeras, incluso, huyendo de mensajes simplificadores. Pero volvamos a esos padres que quieren creer que su niño gritón, mentiroso, agresivo, egoísta, insensible, plano emocionalmente, que pega a sus hermanos y compañeros, que se frustra si no consigue lo que quiere, va a cambiar con la edad. Esos padres que pretenden que la falta de atención y el desprecio por el mundo y por las personas que muestra su hijo sea una característica normal de la niñez. Padres que observan que cuando el niño va creciendo se va aislando, no se relaciona bien con sus iguales, su ira aumenta, su frustración ante las adversidades se acentúa y dicen: “Es la edad”. Esos padres que por su incapacidad para actuar, por su cobardía para asumir la realidad, están creando uno de esos que nos negamos a calificar.
Todos nacemos con un sustrato de personalidad determinado: nuestro temperamento, nuestro disco duro. Algunos son defectuosos desde el principio, otros se vuelven defectuosos con el tiempo, por diversas causas (los científicos hablan de disfunciones prefrontales, sistema límbico, etc.) ¿Determinista? No, no lo soy. Precisamente abogo por neutralizar y no creo en la predeterminación y menos en la positivista. Pero hasta la corriente más sociológica de la Criminología acepta la confluencia de factores, aunque dándole más importancia, en coherencia con sus tesis, a los factores ambientales y sociales. Lo que pretendo decir es que por muy defectuoso que sea nuestro disco duro, si metemos programas de socialización, esos rasgos antisociales de temperamento no se convertirán en trastornos. La confluencia de factores biológicos y ambientales es un hecho. Por ello, es tan sumamente importante el ambiente, el entorno, la socialización y que a la más mínima señal de alarma, padres y profesores llamen a las cosas por su nombre y busquen ayuda.
Ahora sí, los «psicópatas» existen, y los pequeños psicópatas en potencia también. Y, como siempre he dicho, puede que no maten, ni siquiera delincan, pero a un ser descrito tal y como lo hizo el Doctor Philippe Pinel (1745-1826) no se le debe menospreciar: “….y no me causó poca admiración el ver muchos locos que en ningún tiempo presentaban lesión alguna del entendimiento, y que estaban dominados por una especie distinta de furor, como si únicamente estuvieran dañadas sus facultades afectivas”.
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sobre la autora
Bárbara Royo García es abogada penalista colegiada en el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, y criminóloga.
Colabora habitualmente con varios medios de comunicación, contando con publicaciones en la revista «OTROSÍ» del ICAM y en otros medios de prensa.

Muy interesante reflexión. Coincido totalmente con sus tesis: los psicopatas no nacen, se hacen.
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